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domingo, 21 de marzo de 2010

El hermano Menor

Los Jefes - El Hermano menor (1)


Al lado del camino había una enorme piedra, y, en ella, un sapo; David le apuntaba cuidadosamente.

-No dispares -dijo Juan.

David bajó el arma y miró a su hermano, sorprendido.

-Puede oír los tiros -dijo Juan.

-¿Estás loco? Faltan cincuenta kilómetros para la cascada.

-A lo mejor no está en la cascada -insistió Juan-, sino en las grutas.

-No -dijo David-. Además, aunque estuviera, no pensará nunca que somos nosotros.

El sapo continuaba allí, respirando calmadamente con su inmensa bocaza abierta, y, detrás de sus lagañas, observaba a David con cierto aire malsano. David volvió a levantar el revólver, apuntó con lentitud y disparó.

-No le diste -dijo Juan.

-Sí le di.

Se acercaron a la piedra. Una manchita verde delataba el lugar donde había estado el sapo.

-¿No le di?

-Sí -dijo Juan-, sí le diste.

Caminaron hacia los caballos. Soplaba el mismo viento frío y punzante que los había escoltado durante el trayecto, pero el paisaje comenzaba a cambiar: el sol se hundía tras los cerros, al pie de una montaña una imprecisa sombra disimulaba los sembríos, las nubes enroscadas en las cumbres más próximas habían adquirido el color gris oscuro de las rocas. David echó sobre sus hombros la manta que había extendido en la tierra para descansar, y luego, maquinalmente, reemplazó en su revólver la bala disparada. A hurtadillas, Juan observó las manos de David cuando cargaban el arma y la arrojaban a su funda: sus dedos no parecían obedecer a una voluntad, sino actuar solos.

-¿Seguimos? -dijo David.

Juan asintió.

El camino era una angosta cuesta, y los animales trepaban con dificultad, resbalando constantemente en las piedras, húmedas aún por las lluvias de los últimos días. Los hermanos iban silenciosos. Una delicada e invisible garúa les salió al encuentro a poco de partir, pero cesó pronto. Oscurecía cuando avistaron las grutas, el cerro chato y estirado como una lombriz que a todos conocen con el nombre de Cerro de los Ojos.

-¿Quieres que veamos si está ahí? -preguntó Juan.

-No vale la pena. Estoy seguro que no se ha movido de la cascada. Él sabe que por aquí podrían verlo: siempre pasa alguien por el camino.

-Como quieras -dijo Juan.

Y un momento después preguntó:

-¿Y si hubiera mentido el tipo ese?

-¿Quién?

-El que nos dijo que lo vio.

-¿Leandro? No, no se atrevería a mentirme a mí. Dijo que está escondido en la cascada, y es seguro que ahí está. Ya verás.

Continuaron avanzando hasta entrada la noche. Una sábana negra los envolvió, y, en la oscuridad, el desamparo de esa solitaria región sin árboles ni hombres era visible sólo en el silencio, que se fue acentuando hasta convertirse en una presencia semicorpórea. Juan, inclinado sobre el pescuezo de su cabalgadura, procuraba distinguir la incierta huella del sendero. Supo que habían alcanzado la cumbre cuando, inesperadamente, se hallaron en terreno plano. David indicó que debían continuar a pie. Desmontaron, amarraron los animales a unas rocas. El hermano mayor tiró de las crines de su caballo, lo palmeó varias veces en el lomo y murmuró a su oído:

-Ojalá no te encuentre helado, mañana.

-¿Vamos a bajar ahora? -preguntó Juan.

-Sí -repuso David-. ¿No tienes frío? Es preferible esperar el día en el desfiladero. Allá descansaremos. ¿Te da miedo bajar a oscuras?

-No, bajemos, si quieres.

Se sentaron uno junto al otro. La noche estaba fría, el aire húmedo, el cielo cubierto. Juan encendió un cigarrillo. Se hallaba fatigado, pero sin sueño. Sintió a su hermano estirarse y bostezar; poco después dejaba de moverse, su respiración era más suave y metódica, de cuando en cuando emitía una especie de murmullo. A su vez Juan trató de dormir. Acomodó su cuerpo lo mejor que pudo sobre las piedras e intentó despejar su cerebro, sin conseguirlo. Encendió otro cigarrillo. Cuando había llegado a la hacienda, tres meses atrás, hacía dos años que no veía a sus hermanos. David era el mismo hombre que aborrecía y admiraba desde niño; pero Leonor había cambiado: ya no era aquella criatura que se asomaba a las ventanas de La Mugre para arrojar piedras a los indios castigados, sino una mujer alta, de gestos primitivos, y su belleza tenía, como la naturaleza que la rodeaba, algo de brutal. En sus ojos había aparecido un intenso fulgor. Juan sentía un mareo que empañaba sus ojos, un vacío en el estómago, cada vez que asociaba la imagen de aquel que buscaban al recuerdo de su hermana, y como arcadas de furor. En la madrugada de ese día, sin embargo, cuando vio a Camilo cruzar el descampado que separaba la casa-hacienda de las cuadras, para alistar los caballos, había vacilado.

-Salgamos sin hacer ruido -había dicho David-. No conviene que la pequeña se despierte.

Estuvo con una extraña sensación de ahogo, como en el punto más alto de la Cordillera, mientras bajaba en puntas de pie las gradas de la casa-hacienda y en el abandonado camino que flanqueaba los sembríos; casi no sentía la maraña zumbona de mosquitos que se arrojaban atrozmente sobre él, y herían, en todos los lugares descubiertos, su piel de hombre de ciudad. Al iniciar el ascenso de la montaña, el ahogo desapareció. No era un buen jinete, y el precipicio, desplegado como una tentación terrible al borde del sendero que parecía una delgada serpentina, lo absorbió. Estuvo todo el tiempo vigilante, atento a cada paso de su cabalgadura y concentrando su voluntad contra el vértigo que creía inminente.

-¡Mira!

Juan se estremeció.

-Me has asustado -dijo-. Creía que dormías.

-Es él -dijo David-. ¿Ves?

Un instante, las frágiles lenguas de fuego habían iluminado un perfil oscuro y huidizo que buscaba calor.

-¿Qué hacemos? -murmuró Juan, deteniéndose. Pero David no estaba ya a su lado: corría hacia el lugar donde había surgido ese rostro fugaz.

Juan cerró los ojos: imaginó al indio en cuclillas, sus manos alargadas hacia el fuego, sus pupilas irritadas por el chisporroteo de la hoguera; de pronto algo le caía encima, y él atinaba a pensar en un animal, cuando sentía dos manos violentas cerrándose en su cuello y comprendía. Debió sentir un infinito terror ante esa agresión inesperada que provenía de la sombra; seguro que ni siquiera intentó defenderse; a lo más, se encogería como un caracol, para hacer menos vulnerable su cuerpo, y abriría mucho los ojos, esforzándose por ver en las tinieblas al asaltante. Entonces reconocería su voz: "¿Qué has hecho, canalla?""¿Qué has hecho, perro?" Juan oía a David, y se daba cuenta que lo estaba pateando: a veces sus puntapiés parecían estrellarse no contra el indio, sino en las piedras de la ribera; eso debía encolerizarlo más. Al principio, hasta Juan llegaba un gruñido lento, como si el indio hiciera gárgaras; pero después sólo oyó la voz enfurecida de David, sus amenazas, sus insultos. De pronto, Juan descubrió en su mano derecha el revólver, su dedo presionaba ligeramente el gatillo. Con estupor pensó que si disparaba, podía matar también a su hermano; pero no guardó el arma, y, al contrario, mientras avanzaba hacia la fogata, sintió una gran serenidad.

-¡Basta, David! -gritó_. Tírale un balazo. Ya no le peques.

No hubo respuesta. Ahora Juan no los veía: el indio y su hermano, abrazados, habían rodado fuera del anillo iluminado por la hoguera. No los veía, pero escuchaba el ruido seco de los golpes y, a ratos, una injuria o un hondo resuello.

-David -gritó Juan-, sal de ahí. Voy a disparar.

Presa de intensa agitación, segundos después repitió:

-Suéltalo, David. Te juro que voy a disparar.

Tampoco hubo respuesta.

Después de disparar el primer tiro, Juan quedó un instante estupefacto; pero de inmediato continuó disparando, sin apuntar, hasta sentir la vibración metálica del percutor al golpear la cacerina vacía. Permaneció inmóvil; no sintió que el revólver se desprendía de sus manos y caía a sus pies. El ruido de la cascada había desaparecido; un temblor recorría todo su cuerpo, su piel estaba bañada de sudor, apenas respiraba. De pronto gritó:

-¡David!

-Aquí estoy, animal -contestó a su lado una voz asustada y colérica-. ¿Te das cuenta que has podido balearme a mí también? ¿Te has vuelto loco?

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