Recomendaciones

Recuerda que siempre puedes consultar los enlaces sugeridos en el Objeto de Aprendizaje o iniciar una búsqueda propia acerca las dudas que puedas tener.

domingo, 21 de marzo de 2010

El libro de Arena

Jorge Luis Borges (El libro de arena - 1975)


El libro de arena

________________________________________



...thy rope of sands...

George Herbert (1593-1623)

La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.

Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.

Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.

-Vendo biblias -me dijo.

No sin pedantería le contesté:

-En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.

Al cabo de un silencio me contestó:

-No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.

Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.

-Será del siglo diecinueve -observé.

-No sé. No lo he sabido nunca -fue la respuesta.

Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.

Fue entonces que el desconocido me dijo:

-Mírela bien. Ya no la verá nunca más.

Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.

Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí.

En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:

-Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?

-No -me replicó.

Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:

-Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen principio ni fin.

Me pidió que buscara la primera hoja.

Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.

-Ahora busque el final.

También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:

-Esto no puede ser.

Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:

-No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita aceptan cualquier número.

Después, como si pensara en voz alta:

-Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.

Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:

-¿Usted es religioso, sin duda?

-Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.

Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.

-Y de Robbie Burns -corrigió.

Mientras hablábamos, yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:

-¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?

-No. Se le ofrezco a usted -me replicó, y fijó una suma elevada.

Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.

-Le propongo un canje -le dije-. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.

-A black letter Wiclif! -murmuró.

Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.

-Trato hecho -me dijo.

Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.

Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.

Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descalabrados de Las mil y una noches.

Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. En ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.

No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía.

Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.

Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.

Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.

Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.

Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.

Joana

Joana


Rubem Fonseca



Solamente me gustaban las mujeres bonitas, de cara y cuerpo. Podían ser ignorantes, idiotas, pero si eran bonitas me gustaban.

Mi novia, Íngrid, era así, linda, tonta, delgada, pesaba cuarenta y cinco kilos, perfecta como una de esas figurillas que giran sobre una caja de música. Yo la levantaba, sosteniéndola del trasero, ella me rodeaba la cintura con las piernas, me abrazaba como una sanguijuela, yo la penetraba y trepábamos. Siempre empezábamos así a hacer el amor.

Olvidé decir que soy muy católico. Fui al confesionario y le dije al cura, señor cura, solamente me gustan las mujeres bonitas, ¿eso es pecado?

Él guardó silencio, hasta pensé que se había ido, no lograba ver bien el interior del confesionario, el escalón que nos separaba lo impedía, pero no dejé de pensar que podía verme, e hice una cara contrita de pecador arrepentido.

Después de algún tiempo empecé a ponerme nervioso y pregunté, señor cura, ¿está usted ahí?

Sí, respondió él. No reconocí la voz, debía ser un cura nuevo, yo me confesaba todos los meses y conocía la voz de los curas que me atendían y siempre me ordenaban rezar algunos padrenuestros y avemarías antes de absolverme.

¿Es pecado que solo me gusten las mujeres bonitas?, repetí.

Durante un buen tiempo el cura siguió guardando silencio, después dijo, hijo mío, el pecado es una transgresión de la ley o de un precepto religioso, no hay un mandamiento que hable de eso…

Señor cura, dije, discúlpeme, pero leí en Tomás de Aquino que los pecados capitales son la vanidad, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula y la acedia… ¿Acedia? Cuando leí esa palabra, señor cura, tuve que consultar en el diccionario para descubrir que era pereza.

Me reí al decir aquello, pero del otro lado no obtuve respuesta. Inquieto por el silencio del reverendo me olvidé de Tomás de Aquino. Permanecimos los dos callados, parecía cosa de locos.

Rompí el silencio. Señor cura, ¿el hecho de que solo me gusten las mujeres bonitas no es un indicio de lujuria?

Tal vez, dijo el cura; y creí oír un leve suspiro que venía de su cubículo.

Insistí: un pensador ateo cuyo nombre olvidé dijo que fue el miedo cristiano a la carne lo que hizo de la lujuria un pecado mortal.

Más silencio al otro lado del confesionario.

¿Por qué solo me gustan las mujeres bonitas? Yo mismo me respondí: para trepar. Mi amante para mí es apenas un cuerpo, lengua y orificios, eso tiene que ser pecado.

Hijo mío, dijo el padre, modera tu lenguaje, estamos en la casa de Dios.

Discúlpeme, dije.

El padre permaneció callado un tiempo más, y luego dijo, hijo mío, para obtener el perdón y purificarte de tus pecados debes rezar un rosario completo. Puedes irte.

Me fui a casa, hice la señal de la cruz y recé el credo. Después un padrenuestro, tres avemarías, una gloria, y después de cada rezo recitaba la oración pedida por la Virgen María en Fátima: Oh Jesús mío, perdonad nuestros pecados, libradnos del fuego del Infierno, llevad nuestras almas al Cielo y socorred ante todo a los que más precisen de Tu misericordia. Finalmente, recé otros dos padrenuestros y terminé con una salve. Todo en voz alta. Cuando terminé, sentí que estaba perdonado y me fui a la cama.

No pude dormir. No estaba perdonado. Sabía que solo estaría perdonado cuando enamorara a una mujer fea. Pero, al contrario de lo que piensa la mayoría de las personas, conseguir a una mujer fea es más difícil que conseguir a una bonita. Ciertas feas sublimaron el deseo y se escudaron obsesivamente en variadas obsesiones; otras lo excluyeron del campo de la conciencia. Todas se defienden con razones que juzgan acordes con el comportamiento que adoptaron, sin advertir el verdadero motivo: son feas, y ningún hombre se interesa en ellas.

¿A qué lugares van las mujeres feas? A la iglesia, por supuesto. Ese era el sitio adecuado para encontrar a una penitente fea que quisiera entregarse al pecado de la lujuria. O que ya lo hubiera cometido. Me restaba imaginar en cuál día y horario preferían rezar las feas. Elegí el domingo. Y examinar todas las misas de ese día.

La iglesia que escogí celebraba la primera misa a las seis de la mañana. Estudié a todas las mujeres de ese horario y no encontré una sola que sirviera a mis propósitos. Todas eran feas, y también viejas. Cortejar a una mujer fea y vieja era una penitencia que ni en tiempos de la Inquisición sería impuesta al peor de los pecadores.

Mi frustración iba creciendo, misa tras misa. Hasta que en la misa del mediodía encontré a una mujer que tal vez fuera la adecuada. Debía tener unos treinta años, gordita, sin cuello, totalmente asimétrica. Me le acerqué junto a la fuente del agua bendita. Mientras me bendecía le dije, es la primera vez que vengo a misa de doce, siempre vengo a las seis de la mañana.

A esa hora estoy durmiendo, respondió ella, lo que más me gusta en la vida es dormir.

¡Ah! suspiré, ojalá pudiera decir lo mismo, duermo muy mal.

Debe tener algún peso en la conciencia, dijo ella sonriendo.

Sus dientes eran oscuros, sin duda fumaba mucho. Caminamos. ¿Puedo encender un cigarrillo? preguntó ella. Claro, respondí, fumé mucho por un tiempo, pero lo dejé después de leer artículos y estadísticas médicas que demostraban que el cigarrillo es un veneno.

Como todo ex fumador y ex vicioso de algo, no dejo pasar la oportunidad de hablar mal de mi antiguo vicio.

Ya lo sé, dijo ella, pero si dejo el cigarrillo me voy a engordar terriblemente.

Al oírle decir eso tuve la certidumbre de haber encontrado a la mujer que buscaba. Poseía al menos un cierto grado de vanidad, y esto, dadas las circunstancias, hacía de ella la mujer ideal. Además de ser un pecado, la vanidad es, de todos los riesgos, el que hace a la mujer más vulnerable. Puede ella resistirse a la gula, evitando comer papas fritas, a la avaricia, pagándole más a la criada, a la envidia, reconociendo el éxito de la operación plástica de su amiga, a la pereza, comprando un despertador ruidoso para despertar más temprano, a la lujuria, huyendo a la iglesia, pero nadie se resiste a la vanidad. Y la vanidad conduce a los otros pecados. Y el primero de ellos es la lujuria.

Su nombre era Joana. La llevé hasta la puerta de su casa, distante unos quince minutos de la iglesia. No lo invito a tomar un café porque tuve un problema con mi estufa, y siendo hoy domingo no tengo a nadie que pueda arreglarla.

Soy capaz de arreglar cualquier estufa, dije, ¿quiere que arregle la suya?

Ah, sería estupendo, respondió ella.

La estufa tenía cuatro parrillas y un horno. Para ser sincero, no sé nada sobre estufas. Situado frente al artefacto, me dediqué a apretar botones y a torcer cosas, acercando mi nariz a las bocas de gas. Al cabo de un rato, dije que para arreglar la estufa necesitaba cierta pieza, un calibrador. Era una buena palabra, calibrador, de uso múltiple como esos detergentes que anuncian en la televisión.

Así que no tendrá su café, dijo ella.

Estaba nerviosa, con un hombre dentro de su casa, sin saber a ciencia cierta cómo se comportaría y cómo lo haría ella misma en una emergencia. Yo sabía que mi tarea inicial era ganarme su confianza.

Hice mi primera comunión a los siete años, ¿y tú?

A los ocho, respondió, ¿no quieres sentarte?

Me senté en la poltrona y ella en el sofá.

Le conté entonces que mi madre me había comprado un trajecito blanco, con una cinta en el brazo, blanca y dorada. Fue una experiencia inolvidable, recibir a Jesucristo Sacramentado, dije, mis padres sabían que la primera comunión debe recibirse cuando se comienza a tener uso de razón, pero yo, a pesar de tener solo siete años, era un chico muy sensato, y lo sigo siendo hasta hoy, responsable, confiable.

No me acuerdo muy bien de mi primera comunión, dijo ella, creo que la hice con un grupo de niñas del colegio.

Miré mi reloj, me puse de pie. Tengo un compromiso dentro de una hora, dije, discúlpame no haber arreglado tu estufa.

No te preocupes. ¿A qué hora vas a misa el domingo?

A la misma de hoy, respondí.

Pues allá nos veremos, ¿te parece bien?

Claro, aseguré.

Me despedí formalmente, nada de besitos en la mejilla, aunque ella había acercado su rostro para recibirlos.

Al domingo siguiente nos encontramos de nuevo. Joana se había acicalado cuidadosamente, para impresionarme. Los atavíos funcionan con las mujeres bonitas, las feas quedan todavía más feas cuando se adornan.

La invité a almorzar. Ella se limitó a una ensalada de lechuga y tomate. Tengo que perder unos cuantos kilos. Qué bien, se estaba preparando para mí. Me preguntó si tenía algún compromiso, una novia, casado ya sabía que no era, pues no veía ninguna alianza en mi dedo. Le dije que no tenía a nadie, que aquella era la primera vez que iba a un restaurante con una mujer. ¿Y con un hombre?, preguntó ella, con un cierto pánico en la voz, una súbita sospecha sobre mis inclinaciones sexuales debía haber crepitado en su cabeza. Para disipar esa duda respondí, con nadie, hace tiempos tuve una novia, pero a ella le gustaba cocinar para mí y comíamos en su casa o en la mía. ¿Y cocinaba bien? Muy bien, respondí. Yo también sé cocinar, dijo Joana, un día de estos prepararé un plato para ti.

Aquello se tardó otros quince días, es decir, otras dos misas, después de las cuales siempre la acompañaba hasta su casa.

Joana está adelgazando, lo que la tornaba aún más asimétrica, las partes de su cuerpo, tórax, cuello, brazos, piernas, abdomen, quedaron todavía más desproporcionadas. Una noche soñé con ella, y en el sueño era una especie de grillo o cigarra, uno de esos insectos que se mueven de manera desarticulada.

La cena que Joana preparó en mi honor estaba deliciosa. Ella casi no comió, pero tomó bastante vino, bebimos dos botellas de tinto portugués Periquita, ella la mayor parte.

Después fuimos a la sala, donde nos sentamos, ella en el sofá, yo en la poltrona. Joana encendió un cigarrillo. Súbitamente se levantó y dijo, abrázame.

Le di un abrazo largo y estrecho. Luego ella volvió al sofá y yo a la poltrona. Me puse a mirar su rostro, los labios con un leve toque de carmín, pensando si lograría hacerle el amor. Tal vez mi pene se desmayaría, cosa que nunca me ha sucedido, ni a nadie de mi familia. Cuando llegara el momento le diría que era muy tímido y tenía que apagar por completo la luz del cuarto.

Cené en su casa otras cuatro veces. En la última sucedió. Ella, más embriagada y pintada que nunca, me dijo que quería ser mía, me tomó de la mano y me llevó a su alcoba.

Tiene que ser en una oscuridad total, le dije, soy muy tímido.

Nos desnudamos en la oscuridad y nos tendimos en la cama. Pensé en Íngrid, en las cosas que hacíamos en el lecho y mi palo se endureció. Cuando eso pasó, ni se me vino a la mente un condón, tenía que aprovechar mientras mi instrumento estaba en condiciones y la penetré.

Estaba oscuro, pero aún así cerré los ojos, pues Joana empezó a gemir y a besarme en la boca y temí que mis ojos se habituaran en las sombras a ver su cara.

Después de algún tiempo no necesité pensar en Íngrid. La vagina de Joana era estrecha y jugosa, caliente, húmeda.

Prolongué lo más que pude el placer de aquella penetración. Ella gozó con un ardor tan ardiente y lanzó un grito tan agudo que perdí el control y gocé también. Confieso que fue una de las mejores trepadas de mi vida.

Tú me salvaste, dije, ya no soy un pecador.

Joana no respondió. Encendí la luz para agradecerle esa bendición. A mi lado Joana, pálida, inmóvil, no respiraba ni se movía. Estaba muerta.

Besé con cariño su rostro, finalmente bonito y feliz. Yo estaba a salvo, había dado felicidad y belleza eterna a una buena mujer.

Continuidad de los Parques

Continuidad de los parques


Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

El hermano Menor

Los Jefes - El Hermano menor (1)


Al lado del camino había una enorme piedra, y, en ella, un sapo; David le apuntaba cuidadosamente.

-No dispares -dijo Juan.

David bajó el arma y miró a su hermano, sorprendido.

-Puede oír los tiros -dijo Juan.

-¿Estás loco? Faltan cincuenta kilómetros para la cascada.

-A lo mejor no está en la cascada -insistió Juan-, sino en las grutas.

-No -dijo David-. Además, aunque estuviera, no pensará nunca que somos nosotros.

El sapo continuaba allí, respirando calmadamente con su inmensa bocaza abierta, y, detrás de sus lagañas, observaba a David con cierto aire malsano. David volvió a levantar el revólver, apuntó con lentitud y disparó.

-No le diste -dijo Juan.

-Sí le di.

Se acercaron a la piedra. Una manchita verde delataba el lugar donde había estado el sapo.

-¿No le di?

-Sí -dijo Juan-, sí le diste.

Caminaron hacia los caballos. Soplaba el mismo viento frío y punzante que los había escoltado durante el trayecto, pero el paisaje comenzaba a cambiar: el sol se hundía tras los cerros, al pie de una montaña una imprecisa sombra disimulaba los sembríos, las nubes enroscadas en las cumbres más próximas habían adquirido el color gris oscuro de las rocas. David echó sobre sus hombros la manta que había extendido en la tierra para descansar, y luego, maquinalmente, reemplazó en su revólver la bala disparada. A hurtadillas, Juan observó las manos de David cuando cargaban el arma y la arrojaban a su funda: sus dedos no parecían obedecer a una voluntad, sino actuar solos.

-¿Seguimos? -dijo David.

Juan asintió.

El camino era una angosta cuesta, y los animales trepaban con dificultad, resbalando constantemente en las piedras, húmedas aún por las lluvias de los últimos días. Los hermanos iban silenciosos. Una delicada e invisible garúa les salió al encuentro a poco de partir, pero cesó pronto. Oscurecía cuando avistaron las grutas, el cerro chato y estirado como una lombriz que a todos conocen con el nombre de Cerro de los Ojos.

-¿Quieres que veamos si está ahí? -preguntó Juan.

-No vale la pena. Estoy seguro que no se ha movido de la cascada. Él sabe que por aquí podrían verlo: siempre pasa alguien por el camino.

-Como quieras -dijo Juan.

Y un momento después preguntó:

-¿Y si hubiera mentido el tipo ese?

-¿Quién?

-El que nos dijo que lo vio.

-¿Leandro? No, no se atrevería a mentirme a mí. Dijo que está escondido en la cascada, y es seguro que ahí está. Ya verás.

Continuaron avanzando hasta entrada la noche. Una sábana negra los envolvió, y, en la oscuridad, el desamparo de esa solitaria región sin árboles ni hombres era visible sólo en el silencio, que se fue acentuando hasta convertirse en una presencia semicorpórea. Juan, inclinado sobre el pescuezo de su cabalgadura, procuraba distinguir la incierta huella del sendero. Supo que habían alcanzado la cumbre cuando, inesperadamente, se hallaron en terreno plano. David indicó que debían continuar a pie. Desmontaron, amarraron los animales a unas rocas. El hermano mayor tiró de las crines de su caballo, lo palmeó varias veces en el lomo y murmuró a su oído:

-Ojalá no te encuentre helado, mañana.

-¿Vamos a bajar ahora? -preguntó Juan.

-Sí -repuso David-. ¿No tienes frío? Es preferible esperar el día en el desfiladero. Allá descansaremos. ¿Te da miedo bajar a oscuras?

-No, bajemos, si quieres.

Se sentaron uno junto al otro. La noche estaba fría, el aire húmedo, el cielo cubierto. Juan encendió un cigarrillo. Se hallaba fatigado, pero sin sueño. Sintió a su hermano estirarse y bostezar; poco después dejaba de moverse, su respiración era más suave y metódica, de cuando en cuando emitía una especie de murmullo. A su vez Juan trató de dormir. Acomodó su cuerpo lo mejor que pudo sobre las piedras e intentó despejar su cerebro, sin conseguirlo. Encendió otro cigarrillo. Cuando había llegado a la hacienda, tres meses atrás, hacía dos años que no veía a sus hermanos. David era el mismo hombre que aborrecía y admiraba desde niño; pero Leonor había cambiado: ya no era aquella criatura que se asomaba a las ventanas de La Mugre para arrojar piedras a los indios castigados, sino una mujer alta, de gestos primitivos, y su belleza tenía, como la naturaleza que la rodeaba, algo de brutal. En sus ojos había aparecido un intenso fulgor. Juan sentía un mareo que empañaba sus ojos, un vacío en el estómago, cada vez que asociaba la imagen de aquel que buscaban al recuerdo de su hermana, y como arcadas de furor. En la madrugada de ese día, sin embargo, cuando vio a Camilo cruzar el descampado que separaba la casa-hacienda de las cuadras, para alistar los caballos, había vacilado.

-Salgamos sin hacer ruido -había dicho David-. No conviene que la pequeña se despierte.

Estuvo con una extraña sensación de ahogo, como en el punto más alto de la Cordillera, mientras bajaba en puntas de pie las gradas de la casa-hacienda y en el abandonado camino que flanqueaba los sembríos; casi no sentía la maraña zumbona de mosquitos que se arrojaban atrozmente sobre él, y herían, en todos los lugares descubiertos, su piel de hombre de ciudad. Al iniciar el ascenso de la montaña, el ahogo desapareció. No era un buen jinete, y el precipicio, desplegado como una tentación terrible al borde del sendero que parecía una delgada serpentina, lo absorbió. Estuvo todo el tiempo vigilante, atento a cada paso de su cabalgadura y concentrando su voluntad contra el vértigo que creía inminente.

-¡Mira!

Juan se estremeció.

-Me has asustado -dijo-. Creía que dormías.

-Es él -dijo David-. ¿Ves?

Un instante, las frágiles lenguas de fuego habían iluminado un perfil oscuro y huidizo que buscaba calor.

-¿Qué hacemos? -murmuró Juan, deteniéndose. Pero David no estaba ya a su lado: corría hacia el lugar donde había surgido ese rostro fugaz.

Juan cerró los ojos: imaginó al indio en cuclillas, sus manos alargadas hacia el fuego, sus pupilas irritadas por el chisporroteo de la hoguera; de pronto algo le caía encima, y él atinaba a pensar en un animal, cuando sentía dos manos violentas cerrándose en su cuello y comprendía. Debió sentir un infinito terror ante esa agresión inesperada que provenía de la sombra; seguro que ni siquiera intentó defenderse; a lo más, se encogería como un caracol, para hacer menos vulnerable su cuerpo, y abriría mucho los ojos, esforzándose por ver en las tinieblas al asaltante. Entonces reconocería su voz: "¿Qué has hecho, canalla?""¿Qué has hecho, perro?" Juan oía a David, y se daba cuenta que lo estaba pateando: a veces sus puntapiés parecían estrellarse no contra el indio, sino en las piedras de la ribera; eso debía encolerizarlo más. Al principio, hasta Juan llegaba un gruñido lento, como si el indio hiciera gárgaras; pero después sólo oyó la voz enfurecida de David, sus amenazas, sus insultos. De pronto, Juan descubrió en su mano derecha el revólver, su dedo presionaba ligeramente el gatillo. Con estupor pensó que si disparaba, podía matar también a su hermano; pero no guardó el arma, y, al contrario, mientras avanzaba hacia la fogata, sintió una gran serenidad.

-¡Basta, David! -gritó_. Tírale un balazo. Ya no le peques.

No hubo respuesta. Ahora Juan no los veía: el indio y su hermano, abrazados, habían rodado fuera del anillo iluminado por la hoguera. No los veía, pero escuchaba el ruido seco de los golpes y, a ratos, una injuria o un hondo resuello.

-David -gritó Juan-, sal de ahí. Voy a disparar.

Presa de intensa agitación, segundos después repitió:

-Suéltalo, David. Te juro que voy a disparar.

Tampoco hubo respuesta.

Después de disparar el primer tiro, Juan quedó un instante estupefacto; pero de inmediato continuó disparando, sin apuntar, hasta sentir la vibración metálica del percutor al golpear la cacerina vacía. Permaneció inmóvil; no sintió que el revólver se desprendía de sus manos y caía a sus pies. El ruido de la cascada había desaparecido; un temblor recorría todo su cuerpo, su piel estaba bañada de sudor, apenas respiraba. De pronto gritó:

-¡David!

-Aquí estoy, animal -contestó a su lado una voz asustada y colérica-. ¿Te das cuenta que has podido balearme a mí también? ¿Te has vuelto loco?

Sombras en el Espejo

Sombras en el espejo


Cristina Pacheco



No sé qué tiene este edificio: las personas que lo visitan una vez se encariñan con él y regresan. Bueno sería que sólo volviera la gente más o menos decentita; pero no: a los pandilleros les encantan nuestras azoteas y a los teporochitos y a sus perros les acomodan muy bien nuestros quicios.

Uno de los visitantes que sí me alegra ver es al señor Juan Bosco Malo. Llegó porque alguien le avisó que doña Bona Von Bonn acababa de morir. Me pidió permiso para entrar en el departamento de la finada.

Dirá que soy mala gente, pero no puedo. La puerta tiene sellos de clausura y me advirtieron que si los quitábamos o los rompíamos nos iban a multar.

La cara se le puso más triste todavía y se despidió. Su expresión me recordó la de doña Bona cuando, al regresar de uno de sus viajecitos, se asomaba por mi ventana a preguntarme:

¿Me llegó carta o vino alguien a buscarme?

Mientras el señor Malo se alejaba tuve la ocurrencia de que tal vez fuera la persona a quien la finada había esperado tanto tiempo. Corrí a alcanzarlo y le dije:

Si no tiene miedo de las alturas puedo permitirle que entre al departamento por la ventana de la cocina. No está sellada.

El hombre casi me besó los pies. Subimos corriendo las escaleras y entre los dos abrimos la ventana. Rambo y Killer olieron al desconocido y se pusieron a ladrar como locos. Mientras don Juan Bosco se colaba al departamento nada más decía:

Esos canes no muerden, ¿verdad?

Pensé: si le cuento que una vez estuvieron a punto de arrancarle una pierna a don José, el sastre que vive en el 609, capaz que se desmaya; mejor lo tranquilizo:

No son mansos, pero este año ya los vacunamos.

Me di cuenta de que el señor Juan Bosco Malo era una persona decente y lo dejé solo. Sólo le pedí que en cuanto fuera a salir del departamento me avisara. Se tardó horas. Quién sabe qué habrá estado haciendo. Cuando volví a verlo noté que había llorado. Le ofrecí un café, pensando que me hablaría de la señora Bona, pero no la mencionó. Se puso a explicarme que este edificio, antes de convertirse en El Avispero había sido claustro, beaterio, hospital, escuela de oficios para niñas, salón de baile, manicomio, hospicio, lupanar. Le comenté:

Me extraña porque a mí nadie me dijo ni media palabra. ¿Quién se lo contó a usted? Me respondió: Los libros. Si me lo permite, el sábado vengo y le traigo algunos.

Sospeché que el hombre fuera un vivales que andaba tras el departamento de la señora Bona. Iba a advertirle que en tal caso mejor no perdiera su tiempo conmigo, porque soy portera y no administradora, pero él se me adelantó:

Durante cuatro siglos este edificio no ha dejado de albergar la vida humana. ¿Se imagina cuántas cosas quedaron impresas en sus paredes? Voces, gritos, sollozos, música, gemidos, carcajadas, plegarias, campanas. Me imagino que usted o sus vecinos habrán escuchado algo de eso.

Le aseguré que no, pero me solté llorando. El hombre se puso pálido y me dijo que no había tenido el propósito de inquietarme. Le dije que al contrario y que cuantas veces quisiera visitarme tendría mucho gusto en recibirlo. En cuanto me quedé sola le prendí su veladora a Nuestro Señor y me hinqué para agradecerle que me hubiera trazado un destino distinto al de mi madre: la pobrecita murió loca.

II

Cuando llegué a El Avispero sólo le encontré ventajas a la portería: cuartos amplios, techos altos, paredes gruesas. Enseguida me di cuenta de que a la vivienda, por ser tan vieja, lo mismo que a las demás, cuando no le salen goteras se le forman grietas.

Llegué a El Avispero un mes de octubre, en plena temporada de lluvias. Me pasaba todo el tiempo junto a la ventana: en las tardes veía caer los tormentones; en las noches miraba la luna. Me parecía increíble que algo tan quieto y blanco hubiera podido espantar a mi madre, al punto de que mi hermanito Abigael y yo teníamos que amarrarla para impedir que cometiera una barbaridad.

Una noche en que estaba pensando precisamente en eso oí un chirrido muy fuerte. Al volverme descubrí una grieta enorme en la pared. A esas horas no podía hacer más que levantar los trozos de yeso que se habían desprendido. Cuando me agaché para recogerlos escuché voces y música, tan clarito como si la fiesta ocurriera en mi casa y no en la de mis vecinos, Elfego y Teresa. El escándalo no me dejó dormir.

En la mañana esperé a Elfego en el corredor para pedirle que cuando tuviera alguna celebración recordara que la gente necesita dormir, que sus invitados habían hecho mucho escándalo. Además le dije:

Como que a su edad no deberían hacer ese tipo de fiestas.

La siguiente noche sucedió lo mismo. Tapé la grieta con mi colcha, pero no sirvió de nada: seguí oyendo música, voces, risas. Juré que no volvería a pasar por ese infierno. En la mañana me fui directo al 707. Abrió la puerta doña Teresa. Le expliqué lo que a su marido y le advertí que si otra vez armaban un sanquintín le pediría al administrador que les rescindiera el contrato. La respuesta de Teresa me extrañó:

Mejor busque un albañil. Vaya al mercado y pregunte por Tadeo. Es el único que accede a trabajar en El Avispero.

Mencioné la mala reputación que tienen algunos inquilinos del edificio y los temores que Rambo y Killer inspiran en el vecindario. Teresa me dijo que no era el motivo. Fui al grano:

El tipo, ¿cobra caro? Porque luego hay muchos albañiles que le ven a uno la necesidad y se encajan.

Mi vecina se mostró amable por primera vez:

El es muy considerado y por eso muchas personas abusan. A veces le pagan con un taco o con ropa viejita. Yo le doy sus centavos.

Tadeo es sordo, pero sabe leer y escribir. Póngale en un papel que debe terminarle el resane antes de Todos Santos, porque si no todas estas noches usted se las va a pasar en blanco.

Todo el día esperé el camión del gas y no tuve tiempo de ir por Tadeo. En la noche llovió tanto que el transformador estalló y nos quedamos sin luz. Alumbrada con la veladora que le pongo al Santísimo, me acosté. Estaba quedándome dormida cuando de repente oí todo lo que había escuchado las noches anteriores. Me levanté para golpear la pared y recordarles a mis vecinos la amenaza de acusarlos ante el administrador. Entonces, bajo la escasa luz, me pareció que la grieta se abría un poco más.

Por el barrio circula el rumor de que en El Avispero hay petaquillas repletas de tesoros. Muchas de las personas que viven aquí llegaron con la esperanza de enriquecerse. Pensé que tal vez Elfego y su esposo se protegían con la música para ocultar sus excavaciones. Me acerqué a la grieta y contra lo que esperaba vi, de espaldas, a una muchacha desnuda que se contemplaba en un espejo mientras que una mujer, de la que sólo alcancé a mirar la sombra, murmuraba palabras incomprensibles en tono de advertencia. De pronto la muchacha giró la cabeza, como si supiera que la estaba mirando. Retrocedí en el preciso momento en que volvió la luz. Me acerqué de nuevo a la grieta, pero ya no vi nada. Pensé que había soñado despierta. De todas formas pensé en buscar a Tadeo.



Hizo un resane perfecto, pero al siguiente octubre, cerca de Todos Santos, reapareció la grieta y volví a oírlo y a mirarlo todo: la música, las voces, la muchacha, el espejo, la sombra.

Al otro año sucedió lo mismo. No se lo dije a nadie por temor a estar enloqueciendo como mi madre. Se me acabó esa preocupación desde que hablé con don Juan Bosco Malo. Me hizo comprender que lo que escucho y veo a través de la grieta no son cosas de otro mundo, sino eco de tanta y tanta vida como ha pasado por El Avispero.