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domingo, 21 de marzo de 2010

Sombras en el Espejo

Sombras en el espejo


Cristina Pacheco



No sé qué tiene este edificio: las personas que lo visitan una vez se encariñan con él y regresan. Bueno sería que sólo volviera la gente más o menos decentita; pero no: a los pandilleros les encantan nuestras azoteas y a los teporochitos y a sus perros les acomodan muy bien nuestros quicios.

Uno de los visitantes que sí me alegra ver es al señor Juan Bosco Malo. Llegó porque alguien le avisó que doña Bona Von Bonn acababa de morir. Me pidió permiso para entrar en el departamento de la finada.

Dirá que soy mala gente, pero no puedo. La puerta tiene sellos de clausura y me advirtieron que si los quitábamos o los rompíamos nos iban a multar.

La cara se le puso más triste todavía y se despidió. Su expresión me recordó la de doña Bona cuando, al regresar de uno de sus viajecitos, se asomaba por mi ventana a preguntarme:

¿Me llegó carta o vino alguien a buscarme?

Mientras el señor Malo se alejaba tuve la ocurrencia de que tal vez fuera la persona a quien la finada había esperado tanto tiempo. Corrí a alcanzarlo y le dije:

Si no tiene miedo de las alturas puedo permitirle que entre al departamento por la ventana de la cocina. No está sellada.

El hombre casi me besó los pies. Subimos corriendo las escaleras y entre los dos abrimos la ventana. Rambo y Killer olieron al desconocido y se pusieron a ladrar como locos. Mientras don Juan Bosco se colaba al departamento nada más decía:

Esos canes no muerden, ¿verdad?

Pensé: si le cuento que una vez estuvieron a punto de arrancarle una pierna a don José, el sastre que vive en el 609, capaz que se desmaya; mejor lo tranquilizo:

No son mansos, pero este año ya los vacunamos.

Me di cuenta de que el señor Juan Bosco Malo era una persona decente y lo dejé solo. Sólo le pedí que en cuanto fuera a salir del departamento me avisara. Se tardó horas. Quién sabe qué habrá estado haciendo. Cuando volví a verlo noté que había llorado. Le ofrecí un café, pensando que me hablaría de la señora Bona, pero no la mencionó. Se puso a explicarme que este edificio, antes de convertirse en El Avispero había sido claustro, beaterio, hospital, escuela de oficios para niñas, salón de baile, manicomio, hospicio, lupanar. Le comenté:

Me extraña porque a mí nadie me dijo ni media palabra. ¿Quién se lo contó a usted? Me respondió: Los libros. Si me lo permite, el sábado vengo y le traigo algunos.

Sospeché que el hombre fuera un vivales que andaba tras el departamento de la señora Bona. Iba a advertirle que en tal caso mejor no perdiera su tiempo conmigo, porque soy portera y no administradora, pero él se me adelantó:

Durante cuatro siglos este edificio no ha dejado de albergar la vida humana. ¿Se imagina cuántas cosas quedaron impresas en sus paredes? Voces, gritos, sollozos, música, gemidos, carcajadas, plegarias, campanas. Me imagino que usted o sus vecinos habrán escuchado algo de eso.

Le aseguré que no, pero me solté llorando. El hombre se puso pálido y me dijo que no había tenido el propósito de inquietarme. Le dije que al contrario y que cuantas veces quisiera visitarme tendría mucho gusto en recibirlo. En cuanto me quedé sola le prendí su veladora a Nuestro Señor y me hinqué para agradecerle que me hubiera trazado un destino distinto al de mi madre: la pobrecita murió loca.

II

Cuando llegué a El Avispero sólo le encontré ventajas a la portería: cuartos amplios, techos altos, paredes gruesas. Enseguida me di cuenta de que a la vivienda, por ser tan vieja, lo mismo que a las demás, cuando no le salen goteras se le forman grietas.

Llegué a El Avispero un mes de octubre, en plena temporada de lluvias. Me pasaba todo el tiempo junto a la ventana: en las tardes veía caer los tormentones; en las noches miraba la luna. Me parecía increíble que algo tan quieto y blanco hubiera podido espantar a mi madre, al punto de que mi hermanito Abigael y yo teníamos que amarrarla para impedir que cometiera una barbaridad.

Una noche en que estaba pensando precisamente en eso oí un chirrido muy fuerte. Al volverme descubrí una grieta enorme en la pared. A esas horas no podía hacer más que levantar los trozos de yeso que se habían desprendido. Cuando me agaché para recogerlos escuché voces y música, tan clarito como si la fiesta ocurriera en mi casa y no en la de mis vecinos, Elfego y Teresa. El escándalo no me dejó dormir.

En la mañana esperé a Elfego en el corredor para pedirle que cuando tuviera alguna celebración recordara que la gente necesita dormir, que sus invitados habían hecho mucho escándalo. Además le dije:

Como que a su edad no deberían hacer ese tipo de fiestas.

La siguiente noche sucedió lo mismo. Tapé la grieta con mi colcha, pero no sirvió de nada: seguí oyendo música, voces, risas. Juré que no volvería a pasar por ese infierno. En la mañana me fui directo al 707. Abrió la puerta doña Teresa. Le expliqué lo que a su marido y le advertí que si otra vez armaban un sanquintín le pediría al administrador que les rescindiera el contrato. La respuesta de Teresa me extrañó:

Mejor busque un albañil. Vaya al mercado y pregunte por Tadeo. Es el único que accede a trabajar en El Avispero.

Mencioné la mala reputación que tienen algunos inquilinos del edificio y los temores que Rambo y Killer inspiran en el vecindario. Teresa me dijo que no era el motivo. Fui al grano:

El tipo, ¿cobra caro? Porque luego hay muchos albañiles que le ven a uno la necesidad y se encajan.

Mi vecina se mostró amable por primera vez:

El es muy considerado y por eso muchas personas abusan. A veces le pagan con un taco o con ropa viejita. Yo le doy sus centavos.

Tadeo es sordo, pero sabe leer y escribir. Póngale en un papel que debe terminarle el resane antes de Todos Santos, porque si no todas estas noches usted se las va a pasar en blanco.

Todo el día esperé el camión del gas y no tuve tiempo de ir por Tadeo. En la noche llovió tanto que el transformador estalló y nos quedamos sin luz. Alumbrada con la veladora que le pongo al Santísimo, me acosté. Estaba quedándome dormida cuando de repente oí todo lo que había escuchado las noches anteriores. Me levanté para golpear la pared y recordarles a mis vecinos la amenaza de acusarlos ante el administrador. Entonces, bajo la escasa luz, me pareció que la grieta se abría un poco más.

Por el barrio circula el rumor de que en El Avispero hay petaquillas repletas de tesoros. Muchas de las personas que viven aquí llegaron con la esperanza de enriquecerse. Pensé que tal vez Elfego y su esposo se protegían con la música para ocultar sus excavaciones. Me acerqué a la grieta y contra lo que esperaba vi, de espaldas, a una muchacha desnuda que se contemplaba en un espejo mientras que una mujer, de la que sólo alcancé a mirar la sombra, murmuraba palabras incomprensibles en tono de advertencia. De pronto la muchacha giró la cabeza, como si supiera que la estaba mirando. Retrocedí en el preciso momento en que volvió la luz. Me acerqué de nuevo a la grieta, pero ya no vi nada. Pensé que había soñado despierta. De todas formas pensé en buscar a Tadeo.



Hizo un resane perfecto, pero al siguiente octubre, cerca de Todos Santos, reapareció la grieta y volví a oírlo y a mirarlo todo: la música, las voces, la muchacha, el espejo, la sombra.

Al otro año sucedió lo mismo. No se lo dije a nadie por temor a estar enloqueciendo como mi madre. Se me acabó esa preocupación desde que hablé con don Juan Bosco Malo. Me hizo comprender que lo que escucho y veo a través de la grieta no son cosas de otro mundo, sino eco de tanta y tanta vida como ha pasado por El Avispero.

1 comentario:

  1. I THINK IT IS SO GOOD BUT JUST IF ONLY IT WAS IN INGLISH IT WILL BE THE BEST
    WITH MY BEST WISHES MY DEAR
    HANY

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